En las inmortales palabras de Cristina Patricia Megahertz, cuando le preguntaron qué le gustaría que diga su epitafio: "Aquí yace la Mega, la mató la línea de subte D".
Viajar en subte se ha convertido para los porteños en una aventura digna de Indiana Jones.
Por momentos uno piensa que hasta sería preferible ser perseguido por una roca redonda de 20 toneladas a tener que meterse en la línea D un día de semana a las 18 hs...
El problema se acentúa ante los crecientes reclamos de los trabajadores hacia la empresa (reclamos, creo, justificadísimos) que provoca demoras, amontonamiento y mal humor general en el argentino promedio, ese que se queja cuando lo joden a él nomás.
Y vienen las quejas, ya de por sí insoportables ("con lo que ganan estos tipos, que hachedepés!", "así no, viejo, así no...") mientras uno sube al vagón que en dos segundos se inunda de gente y todo apretado trata de respirar una bocanada de H2O, y se seca con el hombro (porque con la mano no puede) la transpiración que comienza a chorrear por la frente.
Así, cara a cara con un barbado señor con el que nos separan escasos 4 centímetros, uno se siente, además, en una muy incómoda situación pseudohomosexual. Aunque también podamos tener la suerte que delante nuestro, por una de esas cosas del azar, haya quedado una interesante morocha delante y, azar mediante también, nuestra mano haya quedado estampada irremediablemente en su nalga derecha.
Pero esta es suerte de pocos. Los millones que viajamos diariamente estamos hartos de las condiciones en las que se viaja. Y cuando venga la revolución (?) las primeras cabezas que caerán en la gran canasta de los hijos de puta serán las de los gerentes de Metrovías.